
Uno no sabe qué es peor, si estar secuestrado, o dejar de estarlo. Está próximo a salir otro grupo de secuestrados (confiamos que el domingo), de los inhumanos y precarios campos de concentración que aún mantienen en la selva la guerrilla. Y desde ya me empiezo a preocupar por la suerte que puedan correr esos 6 hombres.
No propiamente porque vaya a ser una operación malograda (aunque uno nunca sabe), sino porque me temo que con esos hombres se va a repetir la misma historia que han vivido aquellos que después de mucho tiempo abrazaron la libertad.
La escena ya nos la sabemos: una recepción eufórica en el aeropuerto, una mano tendida por el Presidente que eleva inmediatamente el opinómetro de su arrogante popularidad, unos teatrales noticieros sensibleros y hambrientos por rasguñar alguna ‘chiva’, y una marcha solidaria por las calles. Todo eso tan humano, tan bueno y tan sincero, como preámbulo para, finalmente, dar el más preciado regalo que sabemos dar los colombianos luego del folclor del momento: una patada en el trasero.
Tenemos encoñada esa manía vergonzosa de ser humanitarios de momento, de cambiar nuestros sentimientos tan fácil como se cambia uno de calzoncillos, y amamos a los secuestrados un día y al siguiente, cuando la intimidad de la selva empieza a ser revelada, los odiamos, los sometemos a las mordaces lenguas de la farándula política y los sentamos en el banquillo de nuestros perversos prejuicios.
La suerte la corrieron Pinchao, de quien decían (decíamos) que era un títere del gobierno; el gracias a Dios hoy Ex – canciller, Fernando Araujo, a quien tildaron (tildamos) de ser un hombre muy bueno pero también muy torpe; Luis Eladio Pérez por salir de la selva como todo un antiuribista, Géchem por salir no tan masacrado como pensábamos y llegar como el más ambicioso y desconsiderado, pelando el cobre ante la pobre Lucy que lo esperó con estoicismo; cayó también en la picota Clara Rojas porque dizque estaba medio loca y se dejó llevar por la carne (que es la misma aquí, allá o acullá, y siente igual tanto en la selva como en el cemento); juicio a Lizcano por impulsar un estímulo para el guerrillero que le puso fin a su secuestro; y diatribas varias contra Íngrid Betancourt por no aprovechar al máximo su poder mediático para sacar al resto y, por el contrario, quedarse esperado un Nobel que no le es merecido.
Y no entiendo por qué ese giro sintomático. Si es que ellos no son dioses, ni héroes ni titanes, son simplemente hombres y mujeres de carne y hueso que se hicieron famosos por el infortunado destino. Entonces no les pidamos nada, por favor, no todos tienen que salir con la bandera de la paz. Respetémosle su intimidad y dejemos que hagan con su vida lo que a bien quieran, mientras nosotros hacemos con la nuestra –ya que no estamos privados de la libertad- una aventura más amena. Eso sí, todos los que salgan se merecen un aplauso del mundo y especialmente de los colombianos.
Que sea pronto que salgan todos. Crucemos las manos, mas no los brazos.
Ojalá aquellos que secuestran paguen, ojalá aquellos retenidos lleguen, ojalá una cadena se rompa y un rostro, ya cetrino de selva y agua, vuelva a casa.
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