24 abr 2009

PROFESOR MONCAYO: NO NOS FALLE


CARTA ABIERTA

Profesor Gustavo Moncayo:

Desde hace buen tiempo le vengo siguiendo los pasos. En una oportunidad, incluso, lo hice de manera literal: bajo un sol de 35 grados por una carretera que desembocaba en Melgar y con dos cámaras a bordo que definieron la experiencia más que nada como una tortura periodística. Pero sobre todas las cosas también interesante y enriquecedora.

Me permitió conocer a un hombre cuyo carisma no requiere mayores esfuerzos para encantar la gente y despertar la inspiración de muchos padres. Porque la suya, déjeme decirle, es una valerosa muestra de coraje y persistencia que manifiesta los sentimientos más honestos hacia un hijo, al que las circunstancias de un conflicto tortuoso, inoperante y desmedido le quitaron. De eso hace ya once años.

Pero se abrió una puerta y una pequeña luz anuncia que pronto podrá darse ese codiciado momento, en que usted lo rompa con un abrazo y con un sarcasmo divertido le pregunte por qué se fue por tanto tiempo. Me hago lágrimas de sólo imaginarme ese episodio que está por concretarse y que celebraremos absolutamente todos. Porque su labor ha despertado, créame, las más profundas muestras de solidaridad y aprecio.

Cuando su paso iba firmando una a una las muchas carreteras que se cumplieron en su recorrido, vi masivas muestras de ánimo y cariño; multitudes de gente que lo recibían en cada uno de los pueblos y lo conminaban sutilmente a seguir en una labor que, viéndola bien, no la era tanta. Lo suyo no era una cuestión de trabajo u oficio, ni siquiera de vocación especial, sino de tripas y de entrañas.

Pero vi también cómo ese respaldo unísono (obviando barbaridades varias que ni siquiera vale la pena hacerles eco, como aquella de que usted le hacía una campaña a la guerrilla, besándole el látigo a su propio verdugo, como llegaron a acusarlo algunos), iba despertando en usted una responsabilidad mayor de abogar ya no sólo por su hijo Pablo Emilio, sino por el pleno de todos los secuestrados.

De allí que tomé la decisión de escribirle esta carta, con la inocente y desinteresada atribución que me corresponde como colombiano y admirador suyo. Profesor Moncayo: no nos falle, de por Dios, no nos dé la espalda. No puede suceder con usted lo que a muchos familiares, víctimas del brutal infierno que significa soportar un secuestro, les sucede siempre. Ha pasado con ellos que, cuando recuperan a su pariente, claudica su lucha por el resto de compañeros que quedaron encadenados en la espesura de una selva implacable, indiferente. Usted no, por favor.

Motivos para creer más en usted que en esos otros que han venido consecutivamente deteriorando mi esperanza en ellos, es su origen sencillo y su vocación pedagógica como profesor de Sociales en una escuela en Sandoná, Nariño. Mucho le aposté a Yolanda Pulecio y a todos aquellos que han recuperado finalmente su libertad: Íngrid, Luis Eladio, Allan Jara, Clara Rojas, Gloria Polanco, etc. Y tengo que reconocer que me desmedí en el monto y resulté perdiendo. De ellos no hemos recibido lo que esperábamos todos los colombianos, especialmente esos que están viviendo el secuestro.

Comprensible que un recién liberado quiera tomarse su tiempo para recuperar el tiempo perdido, pero es también el mismo tiempo que otra familia y otro secuestrado están perdiendo: aplazando la dicha del abrazo y contando interminables noches que, parafraseando a Aurelio Arturo, una tras otra son su vida, pero también su infinito calvario.

En sus manos, o en sus pies mejor dicho, está que el tema de liberar a todos los secuestrados tome el carácter de urgente y se haga el ruido necesario para despoblar la selva de personas inocentes. Que nos entreguen los nuestros y que se queden los guerrilleros si ellos quieren. Pero el secuestro tiene que acabarse. Seguir con esta práctica es muestra de un falso altruismo precario y barato.

Tome nota, pues, que como yo habrán otros que depositan en usted, ‘Caminante’, una pequeña cuota de esperanza. Sus viejos tenis, con los que embate siempre la indiferencia y el camino, tienen ya un merecido espacio en la memoria de nuestra dolorosa historia. Pero sería mejor si, continuando con su fuerza y su humanismo, podemos empezar a declararlos monumento.

Mi admiración toda a usted y a su familia. Y bienvenido sea el valiente Pablo Emilio.

Cordialmente,

Jota Ochoa Gaviria