18 nov 2008

CUANDO SE ES TIMIDO...


Publicado el viernes, 26 de septiembre de 2008


Volvió a ocurrir. Creí que ya me había curado de ese mal que nos aturde (mas bien que nos paraliza) a los que nacimos condenadamente Tímidos. No tímidos de los que sonrojan mejillas y balbucean monosílabos. No. Hablo de los que somos verdaderamente Tímidos, de los que pasamos por ridículos.

Ayer, frecuentando el centro de Bogotá como suelo hacerlo, me tropecé a las 4:17 de la tarde con un maestro de las letras al que de sobremanera admiro, pero que es extraño, extrañísimo, verlo orondo por estas tierras. “Yo a este viejo lo he visto en algún lado, estoy seguro -me dije, mientras apuraba el escrutinio de encontrar su rostro en la poca memoria que tiene mi memoria-. Pero si este es…es…sí, no hay duda, tiene que ser él”. Pues bien, lo era.

Con su usual mirada divagante que parece inofensiva (y es verdad que sólo es aparente porque en el fondo es asesina), su ya esquelética figura iba metida en una envoltura de ropas caqui y a un paso excesivamente lento que después de mucho verlo me produjo una terrible intención de acelerarle el ritmo así tocara a empujones. Busqué en la mochila la grabadora que siempre cargo para improvisarle una entrevista, pero no la traía. “¡Maestro Fernando Vallejo!”, quise gritar. Pero sólo quise…

¿Y no detesta pues Colombia y sus gentes y en general todas las gentes del mundo? ¿Y no dizque disfruta del campo y el salitre y los pájaros y los perros, como para meterse al burbujeante manicomio que es el centro capitalino? A todo lo anterior, debo responder: no sé. Porque lo vi pasar y lo dejé pasar sin siquiera hacerle una pregunta, actuando como el más pueril de los periodistas.

Seguramente él se iba diciendo “qué miserables son los ciudadanos de esta patria que no me reconocen en la calle, cosa distinta donde fuera Juanes o Shakira”. Posiblemente tenga razón, pero también cabe la posibilidad de que muchos tímidos -como yo- nos atragantemos al verlo y perdamos la oportunidad de musitarle palabra alguna.

Y digo que volvió a ocurrir porque algo similar me ocurrió hace un par de años en La Heroica con Gabriel García Márquez, en el marco de un festival de literatura. Con la clara intención de salirle al paso cuando lo viera, para que me diera una pequeña entrevista y me estampara en un libro su autógrafo, borré con minucia de “Cien Años de Soledad” las notas que había dejado en la contratapa (como suelo hacer con los libros que voy leyendo), para que Gabo encontrara un espacio limpio donde estampar su firma. Todo estaba fríamente calculado: el libro, el bolígrafo, la grabadora con pilas y unas cuantas preguntas que le haría. Pero no contaba con la escasísima exposición que procura el Nobel cada vez que pisa Colombia, porque a diferencia de Vallejo, su presencia nunca pasará desapercibida.

Dos días pasaron del festival y nada. Fui a buscarlo a su casa rosada que queda al borde de la playa entre la plenitud imponente de las murallas, y nada. Me colé a cocteles donde creí que asistiría y tampoco nada. Todos decían que estaba en la ciudad, pero nadie daba razón de dónde diablos se encontraba. Entonces, resignado, desistí.

Pero una noche, sumergido en el apuro de salir de copas en la Cartagena de noches sempiternas -y conociéndome como me conozco-, decidí dejar en el hotel todo cuanto fuera susceptible de perderse en la borrasca etílica. Grabadora, cámara fotográfica, libros, agenda y todo lo demás, lo guardé con llave porque decididamente iba a emborracharme.

Así fue que, cuando me encontraba frente al baluarte de San Francisco, por entre el caminito de piedras de un callejón que conducía a la plaza donde me tomaba la primera cerveza, apareció finalmente Gabo, que para esas alturas ya lo figuraba como una leyenda. A pesar del asombro, certificando que era de carne y hueso, me espabilé de pronto y entonces quise echar mano de la mochila para buscar la grabadora, la liberta o acaso el libro que tenía destinado para su autógrafo. Pero solo quise…

Desmoralizado me acerqué alzándole una mano a manera de saludo, mientras él pasaba lento como si caminando con su paso sostenido disfrutara mi desgracia, y me produjo entonces una terrible intención de acelerarle el ritmo así tocara a empujones, o a patadas. Pero no lo hice, por supuesto, aunque confieso que lo quise…

Lo peor es que no sé cuántas veces más estaré condenado a que me pase lo mismo. De lo que estoy seguro es que no soy el único. Estando una vez Gabo, en 1957, caminando por el bulevar Saint Michel en París, se sorprendió de pronto cuando vio en la otra acera al escritor norteamericano Ernest Hemingway. “Por una fracción de segundo –recuerda García Márquez-, me encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una entrevista de prensa o solo atravesar la avenida para expresarle mi admiración sin reserva”. Aunque quiso, no hizo ninguna de las dos. Decidió solo gritarle de andén a andén un estrepitoso “Maeeeestro”. Y lo dejó pasar. Como lo hice yo.

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